Con los primeros rayos de sol llegué a la Playa Muchavista en El Campello, lista para capturar el amanecer con mi cámara. Era imposible no quedarse absorta, observando cómo nacía el día.

Tras un rato, guardé la cámara con cuidado y me acerqué al paseo marítimo de Carrer la Mar, donde me dejé llevar por el aroma a café recién hecho. Encontré una terraza frente al mar y pedí un desayuno sencillo. Las personas de la mesa de al lado hablaban del mercadillo que se celebraba ese día.
Decidí seguir su recomendación y subí por la Plaza del Carmen. El camino serpenteaba en un zigzag encantador, parte del museo al aire libre de arte urbano.
Este trayecto no solo era bonito, sino que me regalaba vistas preciosas del pueblo y su atmósfera.
Al llegar al mercadillo, entendí por qué lo alababan tanto. La zona se dividía en dos áreas: ropa y complementos llenaban la Calle Alcoy con sus puestos coloridos, mientras que los bajos del pabellón polideportivo albergaban un despliegue gastronómico que era un festín para los sentidos… Había salazones que emanaban aromas intensos, huevos frescos, flores vibrantes, fruta de color brillante… Paseé entre los puestos, charlé con algunos comerciantes y hasta me permití un pequeño capricho: unas alpargatas de esparto.
Paseando tranquilamente por las calles, llegué a la iglesia de Santa Teresa, una construcción sencilla pero llena de carácter.

El tiempo se había escapado de mis manos, y cuando volví a mirar el reloj, ya era la hora de comer. Decidí quedarme por la zona y probar el menú del día en un restaurante familiar. El arroz «a banda» que servían era una delicia, perfecto para cargar energías tras la mañana de exploración.
Con el estómago satisfecho, me dirigí al parque municipal para un descanso reparador. Me senté en un banco bajo la sombra de un árbol y dejé que mis pensamientos vagaran mientras la tranquilidad me envolvía.
Una búsqueda rápida en la web de “elcampelloturismo” me reveló que por la tarde había una subasta de pescado en el puerto. Me pareció una actividad diferente y divertida, así que emprendí el camino hacia allí.
De camino, pasé por la Ermita de la Virgen del Carmen, un lugar pequeño pero lleno de encanto. Y disfruté, también, viendo los escaparates de la multitud de negocios que hay en la C/ San Bartolomé.
La subasta en el puerto fue una experiencia fascinante. Los pescadores ofrecían el fruto de su trabajo del día, y los compradores pujaban con entusiasmo.
Cuando comenzó a oscurecer, decidí que era hora de regresar. Tomé el camino hacia la estación del tram, pero una cafetería peculiar a la altura de La Peñeta llamó mi atención. En su fachada, una cabeza de marinero, parecía invitarme a entrar. Muy cerca, descubrí las casas de pescadores, que contaban con una segunda entrada trasera que seguramente usaban en los días de fuerte levante. Me perdí un rato en sus detalles, imaginando las historias que habrían vivido esas paredes y escuchando los sonidos del pasado.
¡¡El Campello me había atrapado!!
En un impulso, decidí alargar mi estancia y entré en el hotel más cercano. Pregunté si tenían una habitación libre, y para mi suerte, la respuesta fue afirmativa. El recepcionista, muy amable, me recomendó que al día siguiente, antes de despedirme de este lugar tan especial, visitara los puntos de interés de la Ruta «Historia y Mar» y que ¡él se encargaría de reservarme una de las múltiples experiencias acuáticas que ofrecen los empresario de turismo activo en las recónditas calas de la zona norte!




Con una sonrisa, subí a mi habitación, soñando con todo lo que el nuevo día me traería.




